Y en algún lado estaba ese lugar que te hace sentir que estás cerca de tu patria ancestral. No importa si esa patria está a miles de kilómetros, si la sangre que corre por tus venas la recuerda vagamente o si nunca pisaste sus tierras. Hay lugares que, por arte de magia o por el pulso de la memoria colectiva, logran encender esa chispa que nos conecta con lo que fuimos, con lo que somos, con lo que podríamos haber sido.
En pleno corazón del barrio de Palermo, entre las avenidas Figueroa Alcorta y Dorrego, hay un rincón que parece susurrar en otro idioma. No es un susurro invasivo, ni una estridencia que interrumpe el ritmo porteño. Es más bien una melodía suave, un eco que se mezcla con el canto de los zorzales y el murmullo de los autos que pasan. Ese rincón se llama Plaza República de Serbia.
Un balcón balcánico en Buenos Aires
La plaza no es nueva, pero sí lo es su espíritu. Hace poco fue remodelada, y en esa renovación se tejió un puente invisible entre Buenos Aires y Belgrado, entre el Río de la Plata y el Danubio. El alma de esa transformación está en un mural que no se puede ignorar. Diseñado por la Embajada de Serbia en la Argentina, el mural retrata un típico paisaje balcánico: montañas que se elevan como guardianes, cielos que parecen infinitos, y una inscripción que, para muchos, es un guiño al corazón: "Србија", Serbia, escrito en alfabeto cirílico.
No hace falta ser serbio para emocionarse. Basta con tener sensibilidad, con entender que la ciudad es un palimpsesto de historias, que cada plaza puede ser un homenaje, un refugio, un altar. En ese mural hay algo más que pintura: hay memoria, hay identidad, hay pertenencia.
Palermo, barrio de todos los mundos
Palermo es un barrio que se reinventa. Fue cuna de poetas, de malevos, de artistas, de soñadores. Hoy es también un crisol de culturas, un espacio donde conviven cafés hipster con casonas centenarias, donde los murales dialogan con la arquitectura francesa, y donde cada plaza tiene su propio relato.
La Plaza República de Serbia se suma a ese relato con dignidad. No pretende competir con el Rosedal ni con los lagos, pero ofrece algo distinto: una pausa balcánica en medio del vértigo porteño. Es un lugar para caminar, para respirar, para mirar. Y también para ejercitarse, porque cuenta con espacios ideales para hacer actividad física al aire libre. Pero incluso en medio del movimiento, hay algo contemplativo en el aire. Como si el mural nos invitara a detenernos, a pensar en nuestras raíces, en nuestras migraciones, en nuestras nostalgias.
La fuente de Neptuno: un guiño clásico
En el centro de la plaza se encuentra la fuente de Neptuno, una pieza que parece sacada de otro tiempo. El dios romano de los mares se alza con su tridente, rodeado de criaturas mitológicas, como si custodiara ese rincón balcánico con solemnidad. La fuente no es nueva, pero en este contexto adquiere un nuevo significado. Es el punto de encuentro entre lo clásico y lo contemporáneo, entre Europa y América, entre lo mítico y lo cotidiano.
Neptuno, que en otras plazas podría parecer decorativo, acá parece tener una misión: proteger la memoria, bendecir el encuentro, custodiar el mural.
El mural como acto político y poético
No es casual que la Embajada de Serbia haya impulsado este mural. En tiempos donde las identidades se diluyen, donde la globalización amenaza con homogeneizarlo todo, gestos como este son actos de resistencia. Pintar un paisaje balcánico en pleno Palermo es decir: “Estamos acá, existimos, recordamos”.
Pero también es un acto poético. Porque el mural no grita, no impone. Simplemente está. Y en su estar, convoca. A los descendientes de serbios, claro, pero también a los curiosos, a los caminantes, a los que buscan belleza en los rincones menos esperados.
La diáspora serbia en Argentina
Argentina es tierra de inmigrantes. Italianos, españoles, alemanes, árabes, judíos, japoneses, coreanos, chinos, bolivianos, paraguayos, peruanos, uruguayos, chilenos… y también serbios. Aunque menos numerosa que otras colectividades, la comunidad serbia ha dejado su huella en el país. Muchos llegaron escapando de guerras, de persecuciones, de crisis. Otros vinieron buscando oportunidades, siguiendo el llamado de la tierra prometida.
La Plaza República de Serbia es, en ese sentido, un homenaje a esa historia. A los que llegaron con una valija y un sueño. A los que construyeron hogares, criaron hijos, aportaron a la cultura, a la ciencia, al deporte. A los que, sin dejar de ser serbios, se hicieron argentinos.
Ejercitar el cuerpo, ejercitar la memoria
Además del mural y la fuente, la plaza ofrece un espacio ideal para hacer ejercicios. Hay máquinas, hay senderos, hay sombra y sol. Es común ver gente corriendo, haciendo yoga, estirando, respirando. Pero también es un lugar para ejercitar la memoria. Para recordar que la ciudad está hecha de capas, de voces, de gestos. Que cada rincón puede ser una puerta a otro mundo.
Caminar por la Plaza República de Serbia es, en cierto modo, hacer turismo emocional. Es viajar sin moverse, es conectar con lo ancestral, con lo simbólico, con lo profundo.
¿Qué significa sentirse cerca de la patria ancestral?
La frase que da origen a este posteo —“Y en algún lado estaba ese lugar que te hace sentir que estás cerca de tu patria ancestral”— es más que una reflexión. Es una brújula. Porque todos, en algún momento, buscamos ese lugar. Puede ser una plaza, una canción, un plato de comida, una mirada. No importa si esa patria ancestral es real o imaginada. Lo que importa es que nos conecta, que nos da sentido.
La Plaza República de Serbia logra eso. Con su mural, con su fuente, con su atmósfera. Es un lugar que, sin pretensiones, nos recuerda que la ciudad es también un mapa emocional. Que hay coordenadas que no están en Google Maps, pero que existen. Que nos esperan.
Un rincón para volver
Hay lugares que se visitan una vez y ya está. Y hay otros que invitan a volver. La Plaza República de Serbia es de esos. Porque no se agota en la primera mirada. Porque cada visita revela algo nuevo. Porque el mural cambia con la luz, con las estaciones, con el ánimo del visitante.
Volver a esa plaza es volver a uno mismo. Es reencontrarse con la historia, con la belleza, con la posibilidad de que lo ancestral esté más cerca de lo que creemos.


