Flor de centolla |
Detrás del Paseo del Fuego, en Ushuaia, se esconde una criatura que parece salida de un casting para Jurassic Park versión crustáceos. Ahí está, con sus ocho patas oxidadas, sus pinzas listas para arrancarte el abrigo y ese aire de “soy el jefe final de este videojuego”. Muchos incautos la ven y gritan: “¡mirá la araña gigante!”. Error. No es una araña, es una centolla.
Sí, la famosa centolla fueguina. Esa que tanto aparece en las fotos de los turistas con babero y martillito en mano, como si fueran cirujanos de pinzas y caparazones. Yo, que soy vegetariano (aunque no fundamentalista, no se preocupen, no voy a hacer piquetes en la parrilla de nadie), confieso que este homenaje no me conmueve demasiado. Porque claro, homenajear un animal que la mayoría solo quiere ver en la olla me parece, como mínimo, raro.
Pero ahí está: una escultura enorme, oxidada y pinchuda, vigilando el Beagle como si en cualquier momento fuera a decir “a ver vos, turista, dejá la selfie y tirate al agua”. Si la idea era hacerla intimidante, lo lograron: yo cada vez que paso por ahí me imagino que en una tormenta se suelta de los fierros y empieza a caminar por la ciudad como un Transformer patagónico.
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Una ubicación extraña |
Eso sí, hay que admitir que llamar la atención, la llama. Nadie puede ignorarla. Es como ese primo raro en las fiestas familiares: no sabés si abrazarlo o cruzarte de vereda, pero de que todos hablan de él, hablan.
En fin, la próxima vez que alguien te diga “che, allá atrás del Paseo del Fuego hay una araña gigante”, corregilo con tono docto, como un capitán experimentado que acaba de descubrir América:
—No es una araña, marinero… es una centolla.
Y si te mira con cara rara, agregá:
—Pero igual corré, por las dudas.
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