DESDE ESTE LADO DEL CIELO

No sé si las palabras de una carta pueden cruzar el umbral que separa este mundo del otro, pero si pudieran, si tan solo una de ellas lograra llegar a vos, quisiera que sepas que sigo pensando en vos. No con la tristeza de quien se aferra a lo imposible, sino con la ternura de quien guarda un tesoro escondido, intacto, en algún rincón del alma.

Todavía recuerdo tu perfume. Es extraño cómo un aroma puede sobrevivir al paso de los años, cómo puede quedarse flotando en el aire incluso cuando la presencia ya no está. A veces aparece sin aviso, como una brisa suave en medio de un día cualquiera, y me basta con cerrar los ojos para sentirte cerca otra vez.

Hay días en los que el recuerdo se vuelve más nítido, como si el tiempo retrocediera y todo volviera a tener sentido. Y ahí estás vos, con tu sonrisa leve, esa forma tuya de mirar que parecía decir más que cualquier palabra. Me pregunto si alguna vez llegaste a presentir la revolución silenciosa que provocabas cada vez que aparecías.

Dicen que el amor verdadero no muere, y quizás sea cierto. El cuerpo puede desaparecer, la voz puede apagarse, pero hay algo que se niega a ser borrado. Algo que persiste, que se cuela entre los días, que se sienta conmigo cuando cae la noche.

A veces me descubro hablándote en silencio, como si estuvieras al lado. No es locura, es costumbre. Es ese vínculo invisible que no se rompe ni con la distancia ni con la muerte. No necesito verte para saber que existís, que en algún lugar, más allá de lo que entiendo, seguís sonriendo.

No sé si el tiempo cura o solo enseña a convivir con la herida, pero he aprendido a agradecer lo que fue. Lo que dejaste en mí. Porque, aunque tu paso fue breve, dejaste una huella profunda. Y eso, aunque duela, también consuela.

Hoy te escribo no para pedirte nada, sino para decirte que sigo acá, que sigo recordándote. Que cada tanto, entre el ruido del mundo, cierro los ojos y te vuelvo a encontrar, tan viva como siempre, tan cerca como nunca.

Donde sea que estés, ojalá sientas esta carta. Ojalá el amor, en su misterio, te lleve mis palabras y las transforme en luz.

Porque yo sigo creyendo que el amor, cuando es verdadero, no termina. Solo cambia de forma.

¡Que tu memoria sea eterna!

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NO ES UNA ARAÑA, ES UNA CENTOLLA

Flor de centolla

Detrás del Paseo del Fuego, en Ushuaia, se esconde una criatura que parece salida de un casting para Jurassic Park versión crustáceos. Ahí está, con sus ocho patas oxidadas, sus pinzas listas para arrancarte el abrigo y ese aire de “soy el jefe final de este videojuego”. Muchos incautos la ven y gritan: “¡mirá la araña gigante!”. Error. No es una araña, es una centolla.

Sí, la famosa centolla fueguina. Esa que tanto aparece en las fotos de los turistas con babero y martillito en mano, como si fueran cirujanos de pinzas y caparazones. Yo, que soy vegetariano (aunque no fundamentalista, no se preocupen, no voy a hacer piquetes en la parrilla de nadie), confieso que este homenaje no me conmueve demasiado. Porque claro, homenajear un animal que la mayoría solo quiere ver en la olla me parece, como mínimo, raro.

Pero ahí está: una escultura enorme, oxidada y pinchuda, vigilando el Beagle como si en cualquier momento fuera a decir “a ver vos, turista, dejá la selfie y tirate al agua”. Si la idea era hacerla intimidante, lo lograron: yo cada vez que paso por ahí me imagino que en una tormenta se suelta de los fierros y empieza a caminar por la ciudad como un Transformer patagónico.

Una ubicación extraña

Eso sí, hay que admitir que llamar la atención, la llama. Nadie puede ignorarla. Es como ese primo raro en las fiestas familiares: no sabés si abrazarlo o cruzarte de vereda, pero de que todos hablan de él, hablan.

En fin, la próxima vez que alguien te diga “che, allá atrás del Paseo del Fuego hay una araña gigante”, corregilo con tono docto, como un capitán experimentado que acaba de descubrir América:

—No es una araña, marinero… es una centolla.

Y si te mira con cara rara, agregá:

—Pero igual corré, por las dudas.

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POLÍTICA Y RUIBARBO

El primordio foliar emergente del ruibarbo

Generalmente no suelo dar opiniones sobre la política argentina, la política contingente de mi propio país. Pero hoy, mientras limpiaba los canteros donde tengo algunas plantas de ruibarbo, me vinieron muchas ideas a la cabeza. La Argentina vive un momento de crisis institucional de todo tipo, ya sea económico, social, cultural o incluso moral. Y si hay algo que me define es que no soy políticamente correcto: digo lo que pienso, aunque no guste.

Soy consciente de mis propios límites en cuanto al conocimiento técnico de la administración del Estado, no soy economista ni politólogo, apenas un ciudadano común y corriente. Pero al menos puedo decir que gracias a Dios no le debo nada a los gobiernos de turno. Tampoco a los anteriores. Siempre fui crítico para bien y para mal, tanto de Cristina como de Macri, de Alberto Fernández y, por supuesto, del gobierno de Javier Milei. Todos ellos diferentes en estilo, discurso y formas, pero con un mismo denominador común: la maldita mancha de la corrupción. Ese mal que parece enquistado en la política argentina como raíces profundas imposibles de arrancar.

Mientras sacaba las hierbas de los canteros de ruibarbo, pensaba en esa metáfora inevitable. Estas plantas, que llevan años creciendo, necesitan espacio, aire y nutrientes para desarrollarse bien. No toleran demasiado la competencia de lo que solemos llamar “malas hierbas”. Algunas son fáciles de quitar, apenas se tironean un poco y salen enteras. Pero otras, que ya se han acostumbrado al suelo fueguino, se vuelven duras, resistentes, casi imposibles de arrancar de raíz. Y entonces no queda otra que buscar el golpe justo, el azadazo preciso, para eliminarlas.

Así pasa con la política: la corrupción es esa maleza que se infiltra en todo, que roba los nutrientes de las raíces verdaderas, que asfixia a las plantas que deberían dar fruto. Y cada tanto hay que meter la azada, aunque uno se canse de repetir el trabajo. Porque si se deja estar, si uno se resigna, el ruibarbo termina debilitado.

Quizás como país estamos en ese punto. O aprendemos a dar el azadazo justo, a arrancar de raíz lo que nos hace daño, o la tierra misma se agota. Y ahí ya no habrá ruibarbo que florezca.

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Mariano Romero Arregin

¡Hola! Mi nombre es Mariano — Un hombre común y corriente escribiendo sobra la vida. Soy un promotor agroecológico en un cultivar de frutas finas, fermentista y cuando tengo algo de tiempo (y dinero especialmente) un viajero amateur. Además, aquí estoy compartiendo mis historias familiares, mi amor por la vida en los cultivos, la naturaleza, la tecnología y el ocio en general.

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