viernes, 14 de febrero de 2025

AMOR, TRENES Y MALA POESÍA

Le pedí a una IA que dibujara la historia y este es el resultado. La nieve está muy por demás

Hay días en que el viento de la ciudad silba historias viejas. Hoy es uno de esos. Me desperté con el recuerdo pegado a las sábanas y con el frío de la nevisca golpeando la ventana de la habitación. La última vez que me enamoré. O, para ser justos, la última vez que creí enamorarme. Porque ahora, con la perspectiva que da el tiempo, sospecho que lo mío fue más un ataque de poesía mal digerida que otra cosa. Algo muy unilateral por así decirlo. 

Fue en una estación de tren. Sí, ya sé: parece el arranque de una novela barata. Pero así pasó. Nos despedimos entre el olor a café quemado de la máquina expendedora y el anuncio de una voz robótica que repetía "próxima salida a Constitución, andén 2". Ella llevaba una campera que la cubría del frío de la tarde / noche gris con capucha, un rostro hermoso, y una sonrisa que jamás llegué a descifrar del todo. Yo, en cambio, iba cargado de preguntas que nunca hice y de un corazón que latía como tambor de murga en carnaval. Lo admito: fui un iluso. Un romántico de esos que creen que las miradas fugaces son promesas y los silencios, códigos secretos. 

Durante meses, me convencí de que entre nosotros había algo más que charlas de redes "(in)sociales" y memes compartidos a las 3 AM. Pero la vida, siempre maestra de las lecciones incómodas, me dejó en claro que aquello era un monólogo. Un viaje de ida sin pasaje de vuelta. La despedida fue un acto ridículo. Yo, tratando de sonar casual mientras le regalaba uno de mis abrazos de oso (¿en serio, Mariano?). Ella, incómoda, balanceándose sobre las puntas de las zapatillas como si el piso estuviera caliente. Tratando de decir algo sin decir. Pero no hubo ni siquiera un "cuidate". Solo un "nos vemos" que ambos sabíamos que era mentira. 

Después de unos ajustes, el personaje sigue sin parecerse en nada a mi, pero ya no está la nieve

Cuando el tren arrancó, me quedé ahí, viendo cómo la estación en la oscuridad de la noche se convertía en un punto negro. Y entonces entendí: había confundido la intensidad de mis propios sentimientos con reciprocidad. Error de principiante. Lo peor no fue el golpe al ego. Ni siquiera la vergüenza de haberle escrito poemas que seguramente nunca leyó. Lo peor fue descubrir, tiempo después, cómo ese episodio me volvió desconfiado. Como si me hubiera quemado con una taza de café y ahora soplara hasta el agua fría. Empecé a ver dobles intenciones donde no las había, a leer entre líneas hasta en los mensajes del supermercado. Me convertí en un experto en sabotear posibilidades, siempre con la excusa de que "era mejor así". 

Pero hoy, mirando las nubes rasgarse sobre el Beagle, pienso en lo que esa experiencia me dejó. Porque hasta de los amores malogrados se saca algo, ¿no? Aprendí, por ejemplo, que enamorarse solo es como bailar tango en un ascensor: te movés mucho, pero no vas a ningún lado. Que las despedidas en estaciones son lindas en las películas, pero en la vida real huelen al metal de las vías, sueños aplazados y al Roca en hora pico. Y, sobre todo, que no hay peor ciego que el que no quiere ver los carteles de "CUIDADO: PISO RESBALADIZO" que la vida pone en todas partes. 

Lo mejor que pude hacer, por lo menos puso un cartelito que dice "La Plata"

 A veces me pregunto qué será de ella. Si habrá encontrado a alguien que le escriba sin pretender nada a cambio. O si, como yo, guarda ese día en un cajón de anécdotas incómodas que solo se comparten después del tercer vaso de vino. Lo cierto es que nuestros caminos se separaron como (y ya que soy productor agropecuario) como ramas de un árbol partido por el viento: cada uno creciendo hacia lados opuestos, sin posibilidad de volver a enredarse.

Ahora, me río un poco de mí mismo. De ese Mariano que creía que el amor era una cuestión de gestos grandilocuentes y coincidencias cósmicas. Y aunque suene a lugar común, agradezco. Agradezco ese dolor que me enseñó a pisar con más cuidado. A escuchar no solo lo que dicen, sino lo que callan. A querer sin exigir, y a soltar sin convertir el adiós en un drama de tres actos.

Por eso, si alguna vez me vuelvo a parar en una estación con el corazón en la mano, prometo dos cosas: uno, no regalar mis abrazos. Dos, mirar bien hacia qué andén sale el tren. 

(...Y por si acaso, ahora solo escribo poemas para mi perro. Él, por lo menos, mueve la cola cuando le recito los versos)

 --- Nota del autor: ¿Alguna vez confundiste un "hola" con un "te amo"? Contame, así no me siento el único. Abajo hay café virtual y facturas sin calorías para curar penas.

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