lunes, 17 de febrero de 2025

METANOIA INTERIOR Y CULTIVOS EN USHUAIA. UN VIAJE AL ALMA Y A LA TIERRA

Nada como tirarse en el campo y levantar la vista al cielo

Hoy no es un día cualquiera. O tal vez sí, pero con una diferencia sutil: por primera vez en mucho tiempo, me detuve a mirar atrás sin que el peso de las culpas me aplastara el pecho. El sol entra tibio por la ventana, y en este silencio de tarde —solo roto por el murmullo de la construcción de mis vecinos— siento que algo se aquieta adentro. Como si, después de años de huir, finalmente me permitiera respirar. 

Creo que todos los que han podido conocerme saben bien, que mi historia no es de manual. A los casi 40, uno ya tiene suficientes páginas escritas como para armar una biblioteca de equivocaciones. Y yo… bueno, yo fui un experto en coleccionarlas. Hubo épocas en las que el pecado no era un tropiezo, sino mi forma de caminar. Laburaba en eso: en errar con dedicación, en construir muros altísimos entre lo que quería ser y lo que terminaba siendo. Mejor no hablemos de las noches que pasé perdido en laberintos propios, ni de las heridas que dejé en el camino. Yo fui experto en equivocarme. Un coleccionista de meteduras de pata con diploma de honor. Realmente les digo que si existiera un concurso de torpezas morales, habría ganado el premio mayor: mentiras que crecieron como hongos después de la lluvia, decisiones egoístas disfrazadas de pragmatismo, y esa costumbre de justificarlo todo con un «Me gusta el mundo. Total, después... Dios perdona». Hasta que un día, el perdón ya no alcanzaba para tapar el vacío que las excusas habían cavado. 

Hablar de errores es fácil. Lo difícil es hablar del arrepentimiento que duele. De ese que no se conforma con un «perdón» rápido, sino que exige arrancar las malas hierbas desde la raíz. Pero acá está lo curioso: incluso en mis peores momentos, algo me susurraba que no todo estaba perdido. No era una voz fuerte —ni siquiera clara—, sino más bien como el eco de un río que, aunque a veces parece estancarse, sigue fluyendo bajo la tierra. 

En la Iglesia hablamos de la *metanoia*: no solo arrepentirse, sino girar el corazón entero hacia la luz. No es cuestión de llorar las culpas y seguir igual, ¿Me entienden? Es dejar que ese dolor te transforme, como el barro que se vuelve vasija en manos del alfarero. Claro, no fue un click. Hubo momentos donde me sentía rodeado de un vacío que nada lograba llenar, y de golpe sentí que todo se desmoronaba. No era drama, ni autocompasión. Era algo más físico, como si el alma me pesara más que el cuerpo. Ahí, en ese piso frío, entendí que no podía seguir remendando la misma vida rota. Necesitaba empezar de cero, aunque no supiera cómo. Y... apareció la misericordia. No como un milagro espectacular, sino como esos hilos de sol que se cuelan por una persiana cerrada. Empecé a rezar de nuevo, a ayunar y a volver a mi verdadera casa. Me costaba —y me sigue costando—, porque la soberbia es un hueso duro de roer. Pero algo cambió: ya no rezaba para pedir perdón, sino para convertirme en alguien que no necesitara el perdón constante por las mismas cosas. 

Si alguien me leyera, quizás piense: “¿Y esto cómo se aplica a mí?”. No tengo fórmulas, la verdad. Solo sé que la metanoia no es un destino, sino un camino. Un camino que se recorre con los pies en el barro y los ojos puestos en algo más grande que uno. Me queda la certeza de que Dios no nos abandona, aunque nosotros lo hayamos abandonado mil veces. Y eso, che, es esperanza de la buena. También saber que Dios no nos pide perfección, sino perseverancia. Como el viento que talla los árboles durante décadas, la conversión es un trabajo lento, a fuerza de pequeños sí y miles de «otra oportunidlad, por favor». 

Por último si me preguntan cómo sigo creyendo después de tanto error. La respuesta está por ejemplo en mi trabajo, en la agricultura (para temas mas mundanos). En la hidroponia por ejemplo, cuando un cultivo se infecta, no tirás todo el sistema: limpiás el agua, ajustás los nutrientes, y das tiempo. Así obra la misericordia. No nos borra, nos repara. No nos exime de las consecuencias, pero nos da herramientas para crecer a pesar de ellas. 

La vida nos quema, nos parte, nos humedece… y al final, si hay raíces vivas, siempre brota algo distinto. 

No soy un santo SOY UN PECADOR CON VOCACIÓN DE SANTIDAD, aprendiendo a regar donde antes solo había sequía. Y si hoy estoy acá, escribiendo con las manos manchadas de tierra y el corazón menos pesado, es porque alguien me dio otra oportunidad. Otra, y otra, y otra.

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