jueves, 15 de mayo de 2025

LA TEMPORADA DEL HIELO

Mí diseño debería ser canon en las fábricas de neumáticos 

Llega un momento en Ushuaia en que todo cambia.

El viento se pone más filoso, las noches se hacen eternas y las mañanas arrancan con esa capa de escarcha que parece pintada a mano por algún demonio meticuloso, y el suelo —ese mismo que pisás a diario para ir al supermercado o a trabajar— se convierte en una pista de patinaje olímpica.

Y vos, como cada invierno, sabés que llegó la hora: cambiar las ruedas del auto.

Pero claro, una cosa es saberlo y otra es lograrlo.

Porque salir a buscar una gomería en esta época del año es más difícil que hacer que el cable USB entre bien en el puerto a la primera. Fila de autos que dan vuelta la manzana, gente esperando desde las seis de la mañana con el termo y la resignación. Turnos que no existen. Gomeros que ya no duermen, que hablan en código binario, y que están a un paso de la posesión demoníaca. Y ahí estás vos, rogando que alguien te diga que sí, todavía hay un lugar para vos y tus ruedas peladas que hace tres temporadas deberían haber sido reemplazadas pero vos crees que es posible volverla a reclavar

Una vez que lo lográs, porque siempre hay un dios escondido en alguna esquina de la ciudad —y no hablo del del cielo, sino del tipo que te mete el auto entre turnos porque sos "del barrio"— empieza el segundo calvario:

¿Qué le ponemos a las ruedas?

Siliconadas.

Clavos.

Clavos siliconados.

Cadenas.

Cadenas con clavos.

Ruedas rusas importadas diseñadas por el mismísimo Vladimir Putin en un viaje a Siberia.

Y si no, las “chinitas de ocasión” que te venden por Facebook con la foto más pixelada que recuerdo de mi infancia.

Cada cual tiene su receta mágica. Todos te dan consejos. Ninguno funciona del todo. Porque no importa cuánto inviertas, cuánto reces o cuánto le agradezcas al mecánico: cuando la calle es una trampa de hielo, lo único que queda es el instinto y un poco de suerte.

Las bajadas del barrio se convierten en pistas de muerte lenta. Las subidas, en rutinas de cardio extremo. El que tiene un auto chico jura por la tracción, el que tiene uno grande se cree intocable... hasta que lo ves haciendo más trompos que concursante olimpico de patín 

Y vos, ahí, con las dos manos aferradas al volante como si fuera el rosario, deseando que esta vez sí frene, que esta vez no derrape, que esta vez Dios esté en la curva.

Porque eso es manejar en invierno en Ushuaia: un acto de fe.

Racionalizar no sirve.

Lógica tampoco.

Y del gobierno... mejor ni hablar.

Mientras las calles se llenan de hielo, los distintos gobiernos del color que sean se llena de excusas. Que faltó sal, que se rompió el camión, que no era prioridad, que “la gente también tiene que manejar con precaución”. ¡Ah, bueno! No se me había ocurrido, qué idea tan revolucionaria. Vamos a ver si la pongo en práctica mientras bajo desde el barrio con el auto flotando en modo góndola veneciana.

Y ni hablar de los vecinos que tiran agua en la vereda como si estuviéramos en el carnaval en el norte del país. Gracias, cracks. Después te preguntás por qué acá todo tarda o por qué el Uber no quiere (o mejor dicho, no puede) subir. El fin del mundo no es solo una postal; es una prueba de supervivencia urbana.

Así que, sí.

Llegó el momento de cambiar las ruedas.

Y de aceptar que ni los clavos, ni las siliconas, ni las cadenas nos salvan.

Que el invierno no perdona.

Que las calles no tienen dueño.

Y que en Ushuaia, al volante, todos somos creyentes, aunque sea por cinco meses.


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