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El maple de huevos, todavía no estaba |
Hay mañanas en que salir de casa es un acto de fe. Una pulseada entre el instinto de supervivencia y la obligación. Porque si vivís en Ushuaia, sabés que no es solo frío. Es hielo. Hielo en todas partes. Hielo que no brilla: traiciona. Veredas que parecen normales hasta que te resbalás sin aviso, sin drama, sin música de fondo: sólo vos, tu cuerpo cayendo, y un “¡la pu... ma...!” que rebota en la montaña.
Hoy salí temprano. Tenía que hacer trámites en lan obra social y la farmacia. Tomar el colectivo primero desde la Rotonda del Indio. Comprar algunas cosas. Nada fuera de lo común. Pero en invierno, lo común se vuelve hostil. Bajé con cuidado, como si estuviera caminando sobre minas antipersonales. Cada paso es una decisión existencial: ¿piso el hielo duro o el charco semi congelado? ¿voy por el pastito de al lado en la "vereda", lleno de escarcha, o me juego a pisar las piedritas sueltas de las casas?
Se los juro: caminar en Ushuaia en invierno no es caminar. Es negociar con la gravedad. Es pelearte con tu sombra que te adelanta y te recuerda que estás inclinado, que venís bajando, que cualquier mal cálculo es rodillazo seguro y orgullo roto. Y si tenés que tomar el colectivo, peor. Porque no hay vereda que perdone, de hecho ni siquiera hay vereda. No hay esquina sin su mini pista de patinaje. No hay un deshielo de montaña que se haya semi congelado y que no esconda una trampa.
Y uno va igual. Porque tiene que ir. Porque tiene que hacer la fila en el supermercado, firmar papeles, pagar cuentas, comprar huevos. El maple de huevos es una prueba de carácter: si podés volver con un maple sin romper ninguno, estás listo para lo que sea. Sos ninja. Sos Jedi. Sos fueguino natural o por opción.
Pero el tema es la vuelta. Porque la subida al Akar con las bolsas, el maple, el viento y el alma hecha jirones no es para cualquiera. Es una peregrinación. Es como subir al Gólgota con las chancletas rotas. Vas jadeando. Te resbalás de a poco. Te agarrás de los postes de luz como si fueran cruces salvadoras. Pensás: “¿Qué hago acá?” Pero seguís. Porque vivís ahí. Porque tu casa está ahí arriba. Porque uno aprende que no hay refugio sin riesgo, ni casi barrio sin pendiente.
A veces pienso que vivir en Ushuaia en invierno es un recordatorio permanente de nuestra fragilidad. Que no somos tan fuertes. Que un mal paso nos puede partir. Que todo lo que creemos tener controlado se puede ir al carajo por un poco de agua congelada.
Y sin embargo... seguimos.
Seguimos caminando. Con miedo, sí. Con rabia a veces. Con un rictus en la cara que no es por el frío, sino por la tensión de mantenernos de pie. Seguimos saliendo al mundo aunque el mundo nos muestre los dientes. Aunque la calle esté hecha una trampa.
Porque no todo el hielo está en las veredas. Hay hielos internos también. Inviernos que cargamos adentro, que no se derriten con calefacción ni con sopa. Y sin embargo, los enfrentamos igual. Día tras día. Aunque patinemos. Aunque duela. Aunque el maple venga con un huevo roto.
Porque vivir también es eso: caerse y seguir subiendo.
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