lunes, 10 de febrero de 2025

SIEMPRE CHAMUSCADOS, NUNCA INCHAMUSCADOS

Por supuesto, una cocina enojada

Hoy amanecí con ganas de escribir sobre Mar del Plata. Cumple años mi ciudad, esa que me vio crecer entre las olas y el viento. Pero la vida, siempre caprichosa, decidió que hoy también fuera el día en que casi me convierto en antorcha humana. Sí, leíste bien. Y no, no es metáfora. 

Todo empezó con una hornalla. O, mejor dicho, con mi torpeza crónica. Tipo 9 de la mañana, prendo la cocina para calentar agua para el mate. Me giro un segundo —ni tres, uno— buscando la pava, y cuando vuelvo la vista, ya había una llamarada trepando por mi buzo como si fuera yesca. Al principio no entendí. Sentí calor en la espalda, pensé: "Che, ¿el sol entra así de fuerte?" ¡No, esto es Ushuaia! Hasta que el olor a tejido quemado me atravesó las narices. 

Ahí entró el pánico. El cuerpo me respondió antes que la cabeza: empecé a sacudirme como perro mojado, pero el fuego se prendía de la ropa como si le debiera plata. Las manos me temblaban, y el calor ya me lamía la nuca. No sé cómo carajos hice, pero terminé arrancándome el buzo como si fuera piel ajena. Lo tiré al piso y lo pisé hasta que quedó solo un parche negro y humeante. Ahí me di cuenta: tenía media cabeza chamuscada, la parte trasera de la camisa hechas trizas, y un cosquilleo en el cuello que todavía me hace arquear de la molestia que me quedó.

Lo peor no fue el susto. Ni el olor a pelo quemado que todavía me persigue. Lo peor fue quedarme ahí, mirando el buzo hecho ceniza, y pensar: "Mariano, a los 40 años te falta un tornillo". ¿Cómo no me di cuenta? ¿En qué momento la rutina se volvió tan automática que ni registré el peligro? Me "reí" solo, medio histérico, mientras juntaba los restos con una palita. Menos mal que acá en Ushuaia nos vestimos como cebollas: si no fuera por las tres capas que llevaba abajo, hoy estaría dictando esto desde una cama de hospital. 

Pero ahí está la cosa, ¿no? A veces la vida te manda estos guiños brutales. Como diciendo: "Che, ¿tan en piloto automático vivís?". Así qué, mientras limpiaba los restos de mi buzo favorito (RIP), me acordé de mi Mar del Plata, de mi ciudad feliz. De esos veranos en que corría descalzo por las playas del sur, sin miedo a nada, sintiendo la arena como un salvavidas. Ahora, a más de 3000 kilómetros de ahí, me quemo por no prestar atención a una hornalla. El tiempo nos vuelve más hábiles para algunas cosas y más boludos para otras.
Lo curioso es que, en medio del caos, hubo un segundo de claridad. Cuando el fuego ya estaba apagado y me apoyé contra la mesada, temblando, sentí algo parecido a… ¿alivio? ¿Euforia? No sé. Pero por un instante, todo —el olor a quemado, el pelo crispado, el pulso acelerado— me recordó que estoy vivo. Que sigo siendo ese mismo pibe que corría en el mar, pero con canas y menos reflejos. 
Así que hoy, aniversario de mi ciudad, brindo por las segundas oportunidades. Por las capas de ropa que nos salvan, las hornallas que nos enseñan, y los sustos que nos devuelven el gusto por lo obvio. Y sí, también brindo por Mar del Plata: por sus atardeceres que nunca se apagan, aunque uno a veces sí. 

Ahora, si me disculpan, me voy a comprar un matafuegos. Y tal vez una cocina eléctrica. 

PD: No le cuenten esto a mi madre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

POPULARES