martes, 24 de octubre de 2023

PEREGRINOS EN UN MUNDO HOSTIL

Nuestro paso por la vida terrenal

En el fragor de esta travesía en la que los pasos se deslizan sobre el suelo terrenal, mi corazón late al compás de un propósito divino. Soy un peregrino en un mundo hostil, un caminante en esta senda de luces y sombras, donde la fe es mi brújula y la Palabra de Dios, mi escudo (Efesios 6:16). Las estrellas en el vasto firmamento parecen guiarnos, como lo hicieron con los sabios de oriente en su búsqueda del Niño Jesús (Mateo 2:9), y mi alma anhela un hogar que no puede ser encontrado en este mundo fugaz.

Mis pies están en la tierra, pero mi espíritu se eleva hacia el cielo. Cada paso en este viaje es un recordatorio constante de que somos ciudadanos del cielo, forasteros en la tierra, y nuestra verdadera herencia está en un reino celestial. La tierra que pisamos es un regalo de Dios, pero no es nuestro destino final. Somos peregrinos en este mundo efímero, y aunque las pruebas y tribulaciones puedan ser numerosas, nuestra esperanza en Cristo es inquebrantable (Hebreos 6:19).

Las tentaciones de este mundo hostil nos rodean, como depredadores al acecho de sus presas. En el jardín del Edén, la serpiente susurró mentiras tentadoras a nuestros primeros padres, y desde entonces, el engaño y la tentación se han convertido en compañeros constantes en nuestra peregrinación. El apóstol Pedro advirtió con sabiduría: "Sed sobrios y velad, porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar" (1 Pedro 5:8).

Sin embargo, no estamos impotentes en medio de este asedio espiritual. Estamos equipados con la armadura de Dios, que nos protege de los dardos del maligno (Efesios 6:11). Nuestra fe es como un escudo que apaga las flechas encendidas del enemigo, y la Palabra de Dios es nuestra espada, lista para ser desenfundada en la batalla espiritual (Efesios 6:17). En cada encrucijada, en cada momento de debilidad, tenemos de nuestro lado la grandiosa obra de Jesús.

Como peregrinos, llevamos en nuestros corazones la certeza de que nuestra lucha no es en vano. Cada batalla es una oportunidad para crecer en la fe y acercarnos más a nuestro Salvador. El apóstol Pablo nos insta a "poner los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe" (Hebreos 12:2). En medio de las adversidades, fijamos nuestra mirada en Aquel que ha vencido al mundo (Juan 16:33) y confiamos en que Él nos fortalecerá para superar cualquier obstáculo en nuestro camino.

Nuestra "instante terrenal" es un testimonio vivo de nuestra devoción a Dios. En un mundo que a menudo se desvía hacia la búsqueda de riquezas materiales y placeres temporales, nosotros elegimos seguir el camino angosto que conduce a la vida eterna (Mateo 7:13-14). Las palabras de Jesús resuenan en nuestros oídos como un llamado constante a la santidad y la fidelidad: "No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él" (1 Juan 2:15).

La riqueza y el poder terrenal son como espejismos en el desierto, seductores pero vacíos. Las Escrituras nos advierten contra el afán de acumular tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido corroen, y los ladrones pueden robar (Mateo 6:19). En cambio, nos instan a acumular tesoros en el cielo, donde nada puede destruirlos y donde nuestro corazón encontrará su verdadera satisfacción (Mateo 6:20).

En medio de este mundo hostil, nuestra fe se fortalece a medida que enfrentamos las pruebas con paciencia y confianza en Dios. El apóstol Santiago nos anima a considerar como "de muy grande gozo" las aflicciones que encontramos, porque producen paciencia y nos perfeccionan (Santiago 1:2-4). Cada dificultad en el camino es una oportunidad para crecer en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2 Pedro 3:18).

La esperanza en la recompensa eterna nos sostiene en los momentos de tribulación. En la epístola a los Romanos, el apóstol Pablo escribe: "Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse" (Romanos 8:18). Esta promesa nos infunde coraje para seguir adelante, sabiendo que la gloria eterna supera con creces cualquier sufrimiento temporal.

Nuestra peregrinación también es un llamado a la santificación. Como escribió el apóstol Pedro: "sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir" (1 Pedro 1:15). En un mundo que a menudo abraza la inmoralidad y la corrupción, somos llamados a vivir vidas que reflejen la santidad de Dios. Nuestra luz debe brillar en medio de la oscuridad, para que otros vean nuestras buenas obras y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos (Mateo 5:16, 1 Pedro 2:12, Juan 15:8). También implica llevar la carga de los demás, siguiendo el mandato de amar y servir a nuestros semejantes (Gálatas 6:2, Juan 13:34, 1 Juan 4:21, Santiago 2:8). En una sociedad fuertemente marcada por el egoísmo y la indiferencia, somos llamados a ser la voz de compasión y el brazo de ayuda para aquellos que sufren. En nuestro caminar como peregrinos, recordamos las palabras de Jesús: "Ama a tu prójimo como a ti mismo" (Mateo 22:39). Nuestra fe se manifiesta en el amor que mostramos a los que nos rodean, en la empatía que brindamos a los necesitados, y en la compasión que compartimos con los que sufren.

A lo largo de este camino, también podemos encontramos con momentos de soledad y desánimo. En medio de las pruebas y tribulaciones, es natural sentirnos abrumados en ocasiones. Sin embargo, las Escrituras nos aseguran que no estamos solos. Dios camina a nuestro lado, como lo prometió (Juan 10:10, Juan 8:12, Santiago 1:11) La peregrinación nos lleva a través de paisajes diversos, a menudo marcados por montañas y valles. En los momentos de ascenso, nos aferramos a la esperanza, recordando que el Señor es nuestra fortaleza y salvación (Salmo 28 [27]:1). En los valles oscuros, encontramos consuelo en las palabras de Dios "Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento(Salmo 24 [23]:4). No será un viaje fácil y no estará exenta de momentos de duda y desafío. Como el apóstol Tomás, a veces necesitamos ver para creer (Juan 20:25). Sin embargo, Dios es paciente con nosotros y nos invita a acercarnos a Él con nuestras preguntas y preocupaciones. En momentos de incertidumbre, oramos con esas hermosas palabras: "Señor, aumenta nuestra fe" (Lucas 17:5). La fe es un regalo divino, y confiamos en que Dios nos fortalecerá en nuestro viaje. En esta travesía de fe, ¿Y qué es la fe? La Biblia nos dice que es "la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve" (Hebreos 11:1). En los momentos de incertidumbre, aferramos nuestras almas a la fe en Dios, recordando que Él es fiel a sus promesas. Como Moisés dijo al pueblo de Israel en su propia peregrinación: "No os dejaré ni os desampararé" (Deuteronomio 31:6, Josué 1:9, Josué 10:25, Isaías 41:10). En los desiertos de la vida, confiamos en que Dios proveerá, como lo hizo con los israelitas en el desierto al darles maná del cielo (Éxodo 16).

Nuestro viaje es un recordatorio constante de que esta vida terrenal es efímera, como una flor que florece por un breve momento y luego se marchita. El salmista escribió: "La vida del hombre es como la hierba; florece como la flor del campo, que se marchita" (Salmo 104 [103]:15-16). Esta perspectiva nos invita a vivir con gratitud y humildad, reconociendo que cada día es un regalo de Dios. También es un llamado a la comunidad y la comunión. Jesús nos animó a congregarnos en su nombre, prometiendo estar presente donde dos o tres se reúnan (Mateo 18:20). En la compañía de otros creyentes, encontramos aliento y apoyo. Nos ayudamos mutuamente a cargar las cargas, oramos unos por otros y compartimos el pan de la comunión en memoria de Cristo.

El apóstol Pablo comparó la iglesia con un cuerpo, donde cada miembro tiene un papel esencial (1 Corintios 12:12-27). En nuestra peregrinación, somos miembros de la misma familia espiritual, unidos por nuestra fe en Cristo. Recordamos las palabras de Jesús: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos con los otros" (Juan 13:35).

Las Santas Escrituras a la luz de las enseñanzas de la Santa Tradición de la Iglesia son la guía en nuestra peregrinación, iluminando nuestro camino y revelando la verdad de Dios. Como el salmista proclamó: "Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino" (Salmo 120 [119]:105). En sus páginas encontramos dirección, consuelo y sabiduría para enfrentar los desafíos del camino.

Todos nosotros estamos es una carrera, como lo expresó el apóstol Pablo en su segunda carta a Timoteo: "He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe" (2 Timoteo 4:7). Esta carrera no es una carrera terrenal, sino una carrera hacia la eternidad. Cada paso que damos, cada decisión que tomamos, nos acerca más a la meta final: la bienaventuranza eterna en la presencia de Dios.

Por nuestro paso, encontramos bendiciones innumerables. Las Escrituras nos aseguran que "todas las cosas cooperan para bien a los que aman a Dios" (Romanos 8:28). A medida que caminamos como peregrinos, reconocemos las bendiciones de la comunión con Dios, la paz que sobrepasa todo entendimiento, y la esperanza que no defrauda.

Nuestra peregrinación es una oportunidad para glorificar a Dios. Como escribió el apóstol Pablo: "Así que, ya comáis, o bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios" (1 Corintios 10:31). En cada paso de nuestro viaje, busquemos honrar a nuestro Creador y reflejar su luz en un mundo que necesita desesperadamente Su amor y verdad.

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