 |
| Tolhuin, Tierra del Fuego |
Hola, ¿Cómo andan? Tanto tiempo sin pasar por acá a garabatear unas líneas virtuales. La verdad, los meses se me han escapado entre los dedos. Desde octubre del año pasado que estoy anclado en Ushuaia, intentando navegar este "verano" fueguino —y sí, lo pongo entre comillas con toda la ironía del mundo—. Para los que están acostumbrados a eso de que el sol te achicharra la espalda en diciembre o enero esto es otra película.
Acá, el verano se parece más a un invierno tímido que se asoma con miedo, como si no terminara de decidirse a soltar el frío. Imaginen: salís a caminar con tres capas de ropa, el viento te pega en la cara como si tuviera cuentas pendientes, y de repente, entre nube y nube, aparece un rayo de sol que te hace pensar *"ah, mirá, quizás hoy no me congelo"*. Pero no se confíen... En cinco minutos vuelve a caer una llovizna que parece más bien una advertencia: *"Acá mandamos nosotras, las nubes del Fin del Mundo"*. Eso sí, no todo es quejarse. Hay una belleza brava en este clima, como si la naturaleza acá jugara a ser impredecible por puro deporte. En serio, el que está acá tiene prohibido quejarse del clima.
 |
| La Bahía Lapataia de fondo en el Parque Nacional Tierra del Fuego |
Los días largos y eternos
Si hay algo que me sigue volando la cabeza es la duración de la luz. A mediados de diciembre, el sol se despide recién pasadas (y hasta por mucho) las 22 horas, y ni hablar de cómo se arrastra el crepúsculo que no se decide a desaparecer. Es como si el cielo tuviera miedo de oscurecer del todo. A veces me quedo mirando por la ventana a las once de la noche y todavía hay un resplandor azulado o morado. Algo similar a lo que debe vivir un noruego en julio, pero acá, en el sur del sur, con el Canal Beagle de testigo y los Andes fueguinos de cómplices.
Hace unos días, me animé a una caminata. Salí tipo ocho de la tarde (es imposible decir de la noche) y, cuando volví, el reloj marcaba casi medianoche. Pero la claridad seguía siendo la de un atardecer perezoso. Es surreal, como vivir en un limbo donde el tiempo se estira y te regala horas extras para hacer cosas.
 |
| La huerta aquí se inicia con lo que se encuentra |
El desafío verde: jardinear en tierra de desafíos
Pero bueno, no todo es contemplar paisajes dignos de postal. Desde que llegué, me metí en la aventura de intentar cultivar algo en este suelo caprichoso. Y digo "intentar" porque, acá hasta las lechugas parecen tener carácter fueguino: crecen lento, con terquedad, como midiéndome a ver si tengo el don de la paciencia. La gente local ya me advirtió:
"Si querés cosechar algo que no sea nostalgia, tenés que jugar con el calendario y las estaciones como si fueran piezas de ajedrez"
Así que me armé de invernáculos improvisados, telas térmicas y una fe digna de mejor causa. Empecé con lo básico: kale, espinaca, algunas aromáticas. Nada de tomates (en experimentación momentánea) o pimientos, que acá se ponen melodramáticos con el frío. Aunque, ¿saben qué? La rúcula, se la banca. Y las hierbas como el perejil y el ciboulette también, aunque crecen a paso de hormiga. Lo más loco fue cuando probé con unos rabanitos, solo por curiosidad (parte del paquete de semillas locales). Sembré en noviembre, y recién ahora, principios de febrero, asomaron unas hojitas tímidas. Pero cuando los arranqué, ¡eran del tamaño de una uva! Pequeños, pero picantes como ellos solos. Un triunfo modesto, pero triunfo al fin.
Cultivar acá es como tener una relación complicada con el clima: un día te regala diez grados y sol radiante, y al otro te despertás con tremendo granizo. Aprendí a leer el cielo como si fuera un mapa de tesoro: si las nubes se apelotonan sobre el Monte Olivia, mejor correr a cubrir los plantines. Si el viento viene del sur, abrigarse doble y rezar por las lechugas.
En definitiva, acá nada se da por sentado. Ni el sol, ni el calor, ni una cosecha. Todo se gana con paciencia, observación y un buen par de guantes. Bueno, tampoco vamos a exagerar. Es solo cuestión de seguir experimentando el fin del mundo. ¡Hasta la próxima!